10.8.11

Eva




Podríamos narrar esta pequeña historia, amigos míos, desde muchas perspectivas. Sin embargo cabe destacar el momento principal en el desencadenaríamos este relato. 
Entre tú y Eva existía un filtro y este era la ventana de su dormitorio. Ella se posaba en el alféizar, apoyaba sus pómulos en sus manos y comenzaba a imaginarte. Su campo de visión consistía en tus aposentos. Muchas veces tus persianas le impedían verte, pero eso no importaba, porque Eva te imaginaba. Sabía dibujarte una mueca en el rostro. Entonces era cuando el acordeón empezaba a sonar y ella temblaba, un cascabel se agitaba en su pecho. Ella era adrenalina en una caja de cristal, se escondía en sus ondulaciones doradas y en las cortinas color mármol. Pero tú sabías entrar en su curiosa atmósfera.  Sabías como adentrarte en ella, recorrer su piel como si se tratase de un camino arbolado, y ella corría descalza como un animal asustado, intentando huir de ti, haciendo un poco de espectáculo. Hasta que conseguías atraparla, y resonaban los tambores, los árboles desaparecían para crear un lugar intimo, una cabaña de madera quizá, o un servicio de autopista. Eso dependía del día que se le presentara a Eva. 
¿Sabes? Ella nunca apartaba los ojos de la ventana, mantenía la mirada fija. Lo único, lo insólito, que nunca podía faltar ni cambiar, era como apretaba los dedos en la tela, como se curvaba hacía atrás, y la forma que tenía de morderse el labio inferior. Ahogaba los suspiros en su garganta con tal de que no la descubriesen nunca. Entre gemidos afónicos y encuentros estimulantes estabas tú. He de aclarar, que Eva te deseaba en las sábanas de su habitación, y cuando os mirabais por las mañanas, te observaba tímida y reía interiormente, sabiendo que os reuniríais ese mismo atardecer.

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